El Departamento de Justicia de Estados Unidos despidió a la fiscal federal adjunta Maurene Comey, quien había estado involucrada en investigaciones de alto perfil, entre ellas el caso de tráfico sexual de Jeffrey Epstein y la reciente pesquisa contra el rapero Sean “Diddy” Combs. La destitución de Comey, sin una explicación oficial más allá de un memorando que invoca el Artículo 2 de la Constitución, generó desconcierto en el ámbito judicial y reavivó tensiones políticas.
Comey es hija de James Comey, exdirector del FBI que fue despedido por Donald Trump durante su primera presidencia, en medio de las investigaciones por la supuesta injerencia rusa en las elecciones de 2016. Esta relación familiar y su participación en el caso Epstein han alimentado diversas teorías en torno a su despido, al tiempo que figuras políticas han reaccionado públicamente, incluyendo el propio Trump.
Desde el Salón Oval, el presidente Trump declaró que “todo ha sido una gran farsa montada por los demócratas” y criticó a miembros de su propio partido por caer en lo que calificó como “pamplinas”. Trump incluso señaló que “mis antiguos seguidores han caído en estas mentiras de cabo a rabo”, llamándolos “debiluchos” ante los medios.
Maurene Comey formaba parte del equipo de fiscales en Manhattan que investigó el papel de Ghislaine Maxwell, colaboradora y socia de Epstein, condenada por tráfico sexual de menores. La investigación fue clave en el intento por esclarecer la red de explotación sexual operada por Epstein, quien fue encontrado muerto en su celda en 2019, en lo que oficialmente se catalogó como suicidio, aunque sectores de la extrema derecha continúan afirmando que fue asesinado para proteger a figuras poderosas.
La destitución de Comey ha sido interpretada por algunos analistas como un movimiento político, dadas sus conexiones familiares y los casos en los que trabajaba. A pesar del impacto público, la fiscal no ha emitido declaraciones y tampoco ha recibido explicaciones concretas por parte del Departamento de Justicia.
El hecho reaviva el debate sobre el alcance de las facultades presidenciales para remover funcionarios judiciales y pone en tela de juicio la independencia del sistema judicial estadounidense frente a intereses políticos.