JOSÉ INÉS FIGUEROA VITELA
¡ Ola! ¡Arre!, reptió a voz en cuello “el man” y sobre la tabla, dejó una firma de espuma en el mar azul que alcanzaron a registrar desde el respetable, como nunca antes se había visto.
Que no sea motivo de escarnio resulta de elemental humanidad; hacerlo destino de la conmiseración, habrá quien lo califique de revictimización, pero cuando la agresión sobrepasa la línea de lo permisible, las consecuencias se vuelven inevitables.
¿Para quién?, eso siempre dependerá de la actitud que adopten los actores en la balanza. Cada uno, entre los individuos, tendrá su forma de ver y tratar a sus congéneres, especialmente, en tratándose de aquellos que se solazan haciendo el mal, de lo que forman vocación y vida cotidiana.
Por estos tiempos de exabruptos públicos, desde las pretendidas sombras que en el anonimato extienden las redes sociales, el hartazgo ya colmó el plato de no pocos, hasta explorar también nuevas rutas de justicia.
Más allá del origen del caso en comento, tres generaciones atrás, el tronco fue un prócer en la historia doméstica, de la academia y las instituciones, cuyo nombre tituló lugares públicos en su memoria.
Una herencia que el retoño dilapidó a raudales, hasta disipar los méritos. La siguiente generación ya se caracterizó por la violencia y las perversiones; las drogas, las agresiones, las violaciones, las bacanales, el crimen, fueron la constante en la historia negra de la que “el retoño” fue protagonista, hasta la degradación del producto de su ascendente.
De uno de esos asaltos a la inocencia y la fragilidad que le fueron característicos, ya “de bajada”, el entonces funcionario quiso hacer una familia que arrancó en escenarios de tragedia. Él ya no se enteró en qué terminó la historia familiar.
Sus últimos años deambulaba por el primer cuadro capitalino, andrajoso, arrastrando una pierna, con el brazo y el rostro contraídos, hablando solo y desnudándose en cualquier banqueta, para hacer sus necesidades fisiológicas a la vista de transeúntes y automovilistas.
Los adultos, que de niños, hacia fines de cada año desfilaban por el jardín frontal de su residencia, a tomarse fotos en el monumental “nacimiento navideño”, no daban crédito a que fuera el dueño de aquella mansión que fue marco de generaciones, pero no pudo ver a “los suyos” disfrutarla.
El único sobreviviente de su descendencia, así creció entre los buenos recuerdos del abuelo -que no conoció- y las peores experiencias en la casa paterna. Por el mayor, quiso hacer carrera pública, enrolado en las lides ajefisas y en el frente juvenil priísta, en donde lo más que llegó a ser, fue Secretario interino a nivel estatal, cuando ya el partido apestaba, nadie quería los cargos, pues había estaba perdiendo -y con él más perdió-, elecciones y prerrogativas.
Para entonces ya le había ganado el ejemplo de la casa, a juzgar por los hechos: entre los personajes del gobierno y la política, las anécdotas que se cuentan más bien tienen que ver con algún encuentro, bajo estado etílico, caracterizado por los exabruptos y las impertinencias de su parte.
Las patologías psicosomáticas producto de aquellos caldos de cultivo, aderezadas de redes sociales e inteligencia artificial, le hicieron pensar que podía suplantar oficios y servicios del hogar que le dio cobijo temporal.
Ahora se proclama heraldo perseguido del orden público, porque su nombre apareció en autos, tras de seudónimos, en las investigaciones de delitos cibernéticos.
Los riesgos que enfrenta, no son precisamente con el objetivo de sus fantasmagóricas extorsiones -que nunca han estado ni cerquita de ser atendidas-, ni con la autoridad misma que da curso a las pesquisas jurisdiccionales.
El tema es que usurpó el pseudónimo de otros cibernautas que tienen otro tipo de diferendos, con otro tipo de personas, de esas que no entienden de derechos, audiencias, debido proceso y piensan haber terminado su búsqueda de años, para cobrar afrentas. Lo que procede es una fé pública.
Decir abiertamente qué hizo, cómo lo hizo, contra quién lo hizo y por qué lo hizo, pero en forma sincera, para que sea creíble por aquellos terceros, que a fin y al cabo, los otros ya le conocen vida y obra.
No tiene ningún prestigio que cuidar, ni dignidad qué proteger… que sea un acto de contricción con quienes no quiere lidiar nadie, en su sano juicio.







